Según mediciones recientes, la canasta del jubilado (estimada por estudios especializados) fue de $1.200.523 en abril de 2025. Actualizada por subas recientes, alcanza una proyección cercana a $1.270.000 en los meses siguientes. Frente a eso, el haber mínimo nacional informado para agosto 2025 asciende a $314.305,37; con un bono extraordinario de $70.000 pasa a $384.305,37, una suma que —aun así— queda $816.217,63 por debajo de la canasta medida en abril y $885.694,63 por debajo si se toma la proyección de $1.270.000.
En términos porcentuales: con el bono el jubilado que cobra la mínima cubre apenas el 32% de la canasta estimada en abril; sin el bono, la cobertura cae al 26,2%. Es decir: la mayor parte de los jubilados vive con ingresos que alcanzan para poco más de un tercio de lo que realmente necesitan.
El sur no es lo mismo que el resto del país. Un relevamiento de precios en la región arrojó un “changuito tipo” de $751.937 en Tierra del Fuego (julio 2025). Con el bono, un jubilado mínimo cubre alrededor del 51% de ese changuito: la mitad de lo necesario para la vida diaria en la provincia más austral. Y eso sin contar medicamentos, servicios y transporte, rubros que suelen pesar más en bolsillos con movilidad limitada.
La gravedad se profundiza en salud: los medicamentos y la atención son el gasto que más crece para los mayores. En 2024–2025 se registraron aumentos de hasta 383% en ciertos canastos de fármacos, con subas muy superiores a las de los haberes. La reciente quita de la cobertura del 100% en medicamentos por parte de PAMI golpea de lleno a quienes más dependen de esos remedios; donde existan sobreprecios o faltantes, el ajuste lo terminan pagando los jubilados con su bolsillo y su salud.
A esto se suman los escándalos por compras de fármacos con sobreprecios: la corrupción sistémica en la cadena de adquisición no es una cuestión abstracta, dijo la especialista consultada, porque reduce el acceso real a tratamientos y aumenta el gasto directo de las familias.
La experta (Tundis) lo sintetiza con crudeza: los adultos mayores sostienen parte importante del consumo formal —comercios, servicios, el circuito sanitario— y sin embargo suelen ser vistos por las autoridades como un pasivo. Además, los incrementos otorgados en los últimos meses, según su lectura, no son “mejoras reales”: fueron compensaciones parciales por lo que ya se perdió. Si se hubiese aplicado la fórmula de movilidad anterior, la mínima hoy estaría en torno a $430.000 y no en los $314.305 base.
Tundis apunta también al origen del déficit: no son las jubilaciones, sino la alta informalidad laboral. De 17–18 millones de personas en edad de aportar, menos de la mitad aporta efectivamente; eso erosiona el sistema antes que el gasto previsional en sí.
Sobre las moratorias, la especialista defendió su continuidad: no se “regala” nada; las cuotas son altas y se ajustan con cada aumento. La mayoría de quienes accede a ellas tenía 12–14 años de aportes y terminó sin completar los 30 años por crisis, cesantías o trabajo informal. Cortarlas sería borrar parte de la realidad laboral argentina.
Hay un desencanto claro: según la especialista, mitad de los jubilados sigue creyendo en el cambio, la otra mitad está decepcionada y algunos incluso dicen que prefieren no votar. La ola de resignación crecerá si la brecha financiera no se cierra, y eso tiene un costo social y democrático: un sector que fue clave en el consumo y la comunidad comienza a desconectarse.
La especialista lo dijo con pocas vueltas: la economía formal se retroalimenta del consumo de los adultos mayores, pero en las decisiones oficiales muchas veces se los sigue tratando como un gasto a recortar. Si no se asume la magnitud del problema —y la necesidad de medidas estructurales, no sólo parches—, la crisis no solo continuará: se profundizará, con consecuencias humanas que ya no podrán leerse en estadísticas sino en calles, consultas médicas y en hogares que no llegan a fin de mes.
En Tierra del Fuego la foto es más nítida: precios más altos, mayor necesidad de servicios y una jubilación que, aun sumando bonos temporales, no alcanza para vivir con dignidad. Eso debería ser, hoy más que ayer, una prioridad de política pública.