La escena es evidente: un “vale todo” que deja en evidencia la falta de regulación y de control estatal. Mientras tanto, taxis y conductores de aplicaciones discuten a los gritos por los pasajeros, y los visitantes extranjeros recorren el lugar sin la preparación necesaria. Un ejemplo reiterado son turistas brasileños que, vestidos para la playa y sin equipos adecuados, enfrentan un terreno exigente y condiciones climáticas extremas.
El problema va más allá del desorden visual. Muchos de estos visitantes no cuentan con seguros médicos ni cobertura para rescates. En caso de un accidente, es el sistema sanitario provincial —ya sobrecargado— el que debe absorber los costos. De esa manera, lo que debería ser un motor turístico se convierte también en una carga institucional.
En este escenario caótico, surge un único factor de orden: la Comisión de Auxilio. Sus voluntarios, con profesionalismo y compromiso, son quienes sostienen la seguridad en la montaña. Su tarea ha evitado innumerables tragedias, aunque debería complementarse con políticas públicas claras y no ser apenas un parche ante la ausencia estatal.
Hoy, Laguna Esmeralda refleja tanto su belleza natural como el contraste de un descontrol que amenaza con convertir al ícono turístico en un problema cada vez más grande.