RIO GRANDE.- El viento de Río Grande soplaba con inusitada fuerza, pero esa tarde no trajo la sensación de distancia ni de frío: más bien, un aire de fiesta. Desde las 14 horas, el camino hacia la Base Aeronaval “Pioneros Aeronavales en el Polo Sur” comenzó a llenarse de autos, bicicletas, familias caminando abrigadas, niños con banderas argentinas y curiosos que, con mate en mano, buscaban una mirada cercana a los aviones que tantas veces vieron cruzar el cielo fueguino.
En la explanada principal, el hangar se abría imponente, con las puertas de par en par, dejando entrever los helicópteros Sea King, los T-34 Turbo Mentor de instrucción y el C-12 Hurón de vigilancia marítima y un enorme Grumman S-2T Turbotracker con sus alas plegadas. Era una postal viva del presente de la Aviación Naval Argentina, desplegada en su máxima expresión, pero también una excusa para reencontrarse con la comunidad que la rodea, la acompaña y la reconoce.
Los más chicos eran los primeros en llegar corriendo. Se detenían frente a los aviones, levantaban los brazos imitando el vuelo, pedían fotos. Dentro del hangar, una tirolesa permitía jugar a ser aviador por unos segundos. Tampoco faltó la tradicional chocolatada preparada por los marinos.
En un momento irrumpió con una marcha triunfal, la Banda de Música del Área Naval Austral (ANAU). El murmullo de la multitud se mezclaba con el sonido de los tambores, los metales y las voces de los pilotos explicando las funciones de cada aeronave.
Había algo más que curiosidad en el aire: un sentimiento de pertenencia, de respeto y de memoria compartida. No era una exposición cualquiera, sino un reencuentro entre una institución histórica y la ciudad que creció junto a ella.
Una base que late con la comunidad
El Contraalmirante Román Olivero, Comandante de la Aviación Naval Argentina, fue uno de los primeros en dirigirse a la prensa. De pie frente al hangar, rodeado por cadetes, técnicos y vecinos, sintetizó el espíritu del día: “Los cuarteles deben abrirse a la comunidad a la cual las Fuerzas Armadas se brindan, custodian y protegen. Esta base, en el corazón de Tierra del Fuego, es indispensable para la defensa y el desarrollo nacional. Estar aquí presentes es una cuestión de Estado”.
Olivero destacó no sólo el valor estratégico de la base —ubicada en un punto neurálgico del Atlántico Sur—, sino también su dimensión humana. “No hay concepción estratégica posible que implique prescindir de una base de despliegue tan importante, tan cercana a puntos donde los intereses argentinos son vitales y permanentes”, dijo con firmeza.
El mensaje del Comandante resonó más allá del discurso militar. En su voz había una apelación a la unidad, a la conciencia nacional, y a la necesidad de que las Fuerzas Armadas sean parte activa de la vida democrática y comunitaria del país.
A pocos metros, un grupo de excombatientes de Malvinas observaba la escena en silencio. Para ellos, cada helicóptero, cada bandera, cada uniforme llevaba una historia. Algunos habían servido en la base durante los años ochenta; otros simplemente se acercaban cada vez que la Armada abría sus puertas, como quien visita una parte viva de su pasado.
Las alas del sur
Desde Punta Indio había llegado el Capitán de Navío Mariano Rivolta, quien supervisó el operativo de despliegue. En diálogo con los visitantes y los medios locales, explicó que la muestra formaba parte de un adiestramiento integral de las unidades del litoral marítimo, con participación de distintas escuadrillas y aeronaves de apoyo.
“Nos desplegamos todos juntos para adiestrarnos y trabajar integrados con la Infantería de Marina y las unidades de superficie del Área Naval Austral”, comentó.
El operativo incluyó los helicópteros Sea King, preparados para la próxima campaña antártica, los Turbo Mentor de entrenamiento y los C-12 Hurón de vigilancia marítima, además de aviones de enlace y transporte. Rivolta detalló la importancia de mantener la coordinación entre las diferentes fuerzas, no sólo en el plano operativo, sino también logístico y técnico.
“Cada vuelo, cada maniobra, tiene detrás horas de trabajo, mantenimiento, planificación y compromiso. Este tipo de jornadas permiten mostrarle a la gente todo ese esfuerzo silencioso”, añadió.
Mientras hablaba, a sus espaldas un grupo de cadetes se preparaba para realizar una demostración de despliegue. Los vecinos observaban atentos, algunos grababan con sus celulares, otros simplemente seguían con la mirada cada movimiento, con una mezcla de admiración y orgullo.
El alma de una ciudad
El Capitán de Fragata Alejandro Arroyo, jefe de la Base Aeronaval Río Grande, caminaba entre la multitud con una sonrisa que no disimulaba su emoción. Saludaba, conversaba, respondía preguntas, se detenía a posar para las fotos de los niños. En su voz, el evento adquiría un tono más íntimo y simbólico: “Esta base fue pionera, creó los primeros aeropuertos y la comunicación con el norte y con la Antártida. Pero sobre todo, tiene un enorme valor emocional para los riograndenses: muchos de los que partieron desde aquí en 1982 no volvieron. Hoy siguen custodiando nuestras islas. Por eso es tan importante reencontrarnos con la comunidad”.
Sus palabras no necesitaban énfasis. Había en ellas una certeza compartida, un reconocimiento mutuo entre la institución y la ciudad. Río Grande creció a la sombra de esa pista, y cada familia tiene alguna historia ligada a ella: un pariente que fue mecánico, un amigo que partió en un vuelo militar, un recuerdo de la niñez escuchando el rugido de los motores al amanecer.
El público respondía con respeto y gratitud. Algunos vecinos se acercaban a dejar un saludo, otros a agradecer por la oportunidad de visitar un lugar que, pese a estar tan cerca, pocas veces se abre a la mirada civil.
Música, emoción y orgullo
Hacia el final de la tarde, el hangar se transformó en escenario. La Banda de Música del Área Naval Austral, dirigida por el Suboficial Mayor Músico Luis González, ofreció un repertorio que combinó marchas militares con clásicos populares argentinos. Trompetas, clarinetes, tambores y platillos llenaron el espacio con una energía contagiosa.
“La banda tiene más de 60 años de historia, y está integrada por hombres y mujeres que sienten un profundo amor por la música y por la Armada”, explicó González. “Cada vez que tocamos en un evento así, sentimos que devolvemos algo de todo lo que la comunidad nos da durante el año”.
Entre los acordes, se colaban risas y aplausos. Algunas familias bailaban suavemente, los niños corrían alrededor de los músicos, y los más grandes coreaban fragmentos de canciones conocidas. La música hacía lo que siempre hace cuando encuentra su lugar: unir, reconfortar, abrir el corazón.
Cuando sonaron los primeros compases de la Marcha de las Malvinas, el silencio fue total. Muchos se quedaron de pie, algunos con la mano en el pecho, otros con la vista perdida en el horizonte. Fue un momento de recogimiento y homenaje, breve pero profundo.
Un cielo que une
Al caer la tarde, el sol bajo del sur iluminó los aviones estacionados, dándoles un brillo dorado. El aire se volvió más frío, pero nadie quería irse todavía. Los fotógrafos buscaban la última imagen del día, los niños seguían subiendo a las escalerillas de los helicópteros para mirar por las ventanillas, y los marinos despedían a los visitantes con una cordialidad que parecía también gratitud.
La jornada había logrado algo más que mostrar aviones: había reconectado a una ciudad con una parte esencial de su identidad. Río Grande no es sólo una ciudad industrial o portuaria; es también una ciudad aérea, que mira al cielo y se reconoce en él.
En los gestos de la gente, en los aplausos espontáneos, en las conversaciones breves con los uniformados, se percibía un hilo invisible de pertenencia. No era una exhibición militar en sentido estricto, sino una celebración de la comunidad, una manera de decir que la defensa y la soberanía también se construyen desde el encuentro, desde la cercanía, desde la confianza mutua.
El Contraalmirante Olivero lo había dicho al comienzo, pero al final de la jornada sus palabras cobraban un sentido más pleno: los cuarteles no son fortalezas cerradas, sino espacios que deben latir al ritmo del pueblo que los rodea.
Los visitantes esperaron hasta el final para ver despegar al enorme helicóptero Sea King con sus enormes aspas elevando al monstruo de aluminio y acero, el cual tras evolucionar sobre las inmediaciones realizó dos pasadas sobre la multitud, en la último, poniendo proa a Ushuaia.
Cuando el último visitante se alejó, el hangar volvió a cerrar sus puertas, los motores quedaron en silencio y el viento retomó su curso habitual. Pero algo había cambiado en el aire: una sensación de orgullo compartido, de memoria viva, de pertenencia renovada.
Allí, en el extremo austral del país, la Aviación Naval volvió a abrir sus alas ante su gente, y Río Grande respondió con lo mejor que tiene: su calidez, su respeto, su gratitud.