

Para el productor y consultor ganadero Víctor Tonelli, esta caída se explica por una combinación de factores estructurales, culturales y económicos. “Hoy se consume más carne en total, pero menos carne vacuna. El pollo y el cerdo pasaron de representar 12 a 65 kilos por habitante por año. Es más barato, más accesible y más eficiente de producir”, explicó.
Pero la discusión va más allá del cambio de menú. Para muchos economistas, la caída del consumo de carne vacuna es un termómetro social directo del bolsillo argentino. Según el último informe de la Fundación Agropecuaria para el Desarrollo de Argentina (FADA), el precio promedio del kilo de carne vacuna en góndola representa más del 10% del salario mínimo, lo que convierte al asado en un lujo cada vez más lejano para millones de familias.
Al mismo tiempo, los niveles de consumo interno reflejan una contracción del poder adquisitivo sostenida desde al menos 2018, profundizada por la alta inflación y la licuación de ingresos ocurrida en los primeros meses del nuevo gobierno. Mientras el discurso oficial insiste en que “el plan económico está funcionando”, los datos en la mesa parecen contar otra historia.
El propio INDEC reconoció en su último informe de Cuentas Nacionales que el consumo privado cayó un 6,7% interanual en el primer trimestre, y la producción industrial ligada al sector alimenticio muestra señales de estancamiento. Si bien las exportaciones de carne vacuna comienzan a recuperarse lentamente, luego de un período de restricciones, la mesa argentina se ha achicado.
En este contexto, el debate es inevitable: ¿es sostenible un modelo económico donde la carne –símbolo nacional y medidor del bienestar popular– se convierte en un bien de lujo? ¿Es el nuevo consumo una “elección consciente” o simplemente la consecuencia de un ajuste brutal?
La carne que hoy falta en los platos no es solo una cuestión de dieta: es un síntoma de un país donde el cambio cultural parece estar empujado más por la necesidad que por la elección.