domingo 14 de diciembre de 2025 - Edición Nº2566

Generales | 14 dic 2025

CRÓNICAS DESDE ADENTRO

Cuando el almuerzo no tiene sabor a nada

09:58 |Hay silencios que no se escuchan, pero se mastican. En la cárcel, uno de ellos aparece a la hora del almuerzo: cuando el plato está lleno, pero el sabor no llega; cuando el cuerpo come, pero la cabeza está en otro lado. Desde afuera se repite que los presos comen bien, que reciben buenas raciones, que no les falta nada. Desde adentro, la experiencia es otra, y merece ser contada.


Por: Darío López

Un día en la cárcel puede ser igual a cualquier otro. Incluso los días de visita —esos que se esperan toda la semana— están hechos de una rutina rígida: de las 168 horas que tiene una semana, el contacto con la familia se reduce a cinco, repartidas en dos visitas.

Cinco horas para sostener vínculos, fingir calma y disimular culpas, y ser un actor de una mala película de Hollywood. Pero esta historia no habla de las visitas, sino de la comida. De las mañanas que empiezan con mate, té o mate cocido. El café está prohibido. La leche chocolatada también. El chocolate, directamente, no entra. La yerba no la provee el servicio penitenciario: corre por cuenta de la familia. Acá adentro, cada interno sabe que es un gasto. Una carga que alguien afuera sostiene por amor… hasta que a veces ese amor se agota. El almuerzo llega, y con él una angustia difícil de explicar. No es hambre. Es otra cosa. Es estar frente a un plato de guiso y preguntarse, al mismo tiempo, si la familia tendrá algo sobre la mesa. Entonces la comida pierde sabor. Da igual cuánto empeño le ponga el cocinero: cuando la preocupación está en otro lado, nada se disfruta. ¿Cómo estar bien sabiendo que tal vez los seres queridos no pueden comer, no sabes si están bien o si comieron? Y ahí se cae todo lo que dicen: que los presos comen bien.

Después viene la merienda y, si hay visita, tal vez llegue con un poco de pan y fiambre —cuando se puede—, algún bizcochito, o una factura si hubo suerte. Sin dulce de leche ni membrillo: están prohibidos porque, dicen, alteran a la población. Compartir ese sándwich debería ser un momento feliz, pero muchas veces viene acompañado de culpa. Culpa por comer. Culpa por recibir. Culpa por saber que afuera las cosas no están bien. Y más culpa porque desde dentro de la cárcel no podemos decir ni hacer, nada más que decir…. gracias.

La cena cierra el día. Llega en bandejas o cajas plásticas, según el pabellón. Los cubiertos siempre son de plástico: nada de acero. Pero el problema no es el material. La comida no llena, no se digiere del todo, y a veces queda atravesada en el pecho. Porque la soledad no está hecha para el ser humano. Se puede comer rodeado de veinte personas y sentirse completamente solo. Falta la familia alrededor de la mesa. Falta la charla. Falta la normalidad. Falta el amor, y créanme que daría todo lo que tengo por estar un día más afuera, comiendo pan y cebolla con mi familia, juntos.

Y pesa, sobre todo, saber que afuera tal vez no hay un plato de comida sobre su mesa, yo lo tengo, ellos me dicen que tienen ¿pero quién me asegura que es verdad, cuando solo veo el mundo a través de sus ojos? Ese pensamiento castiga, duele, y deja a cualquiera suspendido en un limbo emocional entre la incertidumbre y la nostalgia. En la cárcel también se aprende que nada tiene el mismo sabor, cuando la vida se rompe.

Aceptar que algo se quebró por culpa propia no es sencillo. Las cadenas pesan más algunos días. Se soportan, sí, pero no sin consecuencias. La mente busca escaparse hacia los recuerdos de felicidad, aunque sepa que esa bocanada de aire es breve y momentánea.

En ese estado aparece una pregunta incómoda: aunque siga formando parte de sus vidas, ¿qué lugar ocupo ahora? A veces se siente como ese perro viejo que estuvo años en la familia: se lo quiere, se lo ve de vez en cuando, se lo acaricia, pero ya no sirve para nada más que para ser un gasto. Esa palabra duele. “Un gasto” Más aún cuando quien la escucha fue, durante años, el proveedor de todo.

En la cárcel, el almuerzo no siempre tiene sabor. No porque falte comida, sino porque sobra ausencia.

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